Cuando pinté por primera vez sobre madera, no sabía que estaba abriendo una puerta a un tipo de conexión mucho más profunda con mi proceso artístico. Lo había hecho sobre lienzo, papel, incluso paredes, pero la madera… la madera tenía algo distinto. No era solo un soporte, era un cuerpo vivo. Cada nudo, cada veta, cada imperfección era una historia esperando ser contada, y lo que uno pinta sobre ella no lo cubre, sino que lo complementa.
La pintura sobre madera tiene un origen antiguo. Civilizaciones enteras la han utilizado para representar sus creencias y emociones. Desde los íconos bizantinos de siglos atrás, que aún conservan su intensidad, hasta las tablas decorativas de los pueblos andinos, la madera ha sido un puente entre lo humano y lo espiritual. Y aún lo es.
Trabajar con este material me hizo más consciente del tiempo. La madera es lenta. Se formó durante años, a veces décadas. Cuando la sostienes entre tus manos, no puedes evitar pensar en los ciclos de la naturaleza, en todo lo que esa pieza vivió antes de llegar a tu taller. Y entonces te preguntas: ¿qué derecho tengo de imponerle algo? Así que empiezas a colaborar, más que a controlar. A dejar que la veta guíe el trazo, que los tonos cálidos de su fibra te hablen antes de decidir los colores.
No es fácil. Requiere paciencia, adaptación. A veces la pintura no se adhiere como esperas. Otras, los pigmentos reaccionan con el barniz, y el resultado es inesperado. Pero justo ahí está la magia. No hay dos piezas iguales, no hay repeticiones posibles.
Hoy, en un mundo hiperindustrializado, pintar sobre madera me devuelve la calma. Me recuerda que el arte no siempre tiene que ser inmediato, ni perfecto. Que puede ser lento, rústico, profundamente humano. Y cada vez que termino una pieza, siento que he tenido una conversación con algo más grande que yo. Algo que estuvo ahí mucho antes, y que ahora también forma parte de mí.