Esculpir madera es, para mí, un acto de respeto. Más que técnica, más que diseño, es una forma de escucha. Porque uno no llega a la madera como si fuera un bloque de mármol frío y homogéneo. Uno llega a la madera como quien llega a un ser vivo. Con cuidado, con humildad.
Recuerdo claramente la primera vez que intenté tallar una figura en madera. Pensé que sería como modelar arcilla: simplemente imaginar, marcar, y dejar que el objeto aparezca. Pero no. La madera se resistía, tenía personalidad. Me rompió herramientas, me forzó a detenerme. No tardé en entender que no se trata de dominarla, sino de conocerla.
Cada tipo de madera es un universo. El cedro huele a bosque recién llovido, la caoba te hace sentir como si tallaras con luz, y el pino —tan sencillo y común— puede esconder una nobleza inesperada. Algunos troncos tienen cicatrices, huecos, vetas que giran como remolinos. Lo que otros descartarían como defecto, para mí es el alma de la pieza.
En cada escultura hay un proceso de transformación. Lo que antes era árbol se convierte, con paciencia, en figura. Y en ese proceso, no solo cambia el material, también cambia el artista. Es inevitable. Hay un momento donde tus ideas iniciales ya no encajan, y debes adaptarte a lo que la madera te permite. Aprendes a dejar ir el control, a ser guiado por lo que ves y sientes con las manos.
Y no se trata sólo de crear belleza. Tallar madera es también un acto de memoria. Es recordar que hubo un árbol ahí, que hubo vida. Por eso, siempre que puedo, trabajo con maderas recicladas o recolectadas de manera ética. Porque si el arte tiene el poder de transformar, también tiene la responsabilidad de cuidar. Hoy mis esculturas no son grandes ni famosas, pero cada una tiene una historia. No sólo la mía, sino la del árbol, la del tiempo, la del silencio que hay entre cada golpe de formón. Y eso, para mí, vale más que cualquier reconocimiento.